Comienzo la lectura de Final de novela en Patagonia, de Mempo Giardinelli[1], y al quinto párrafo la sorpresa frena el recorrido y me obliga a escribir. Las opiniones encontradas de varios lectores que me merecen el más profundos de los respetos me generó la ansiedad de conseguirla; ahora que finalmente la tengo conmigo debo –repito- detenerme porque no me esperaba, desde el inicio de la diégesis, que me presentaran una estampa de
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Luego de estas reflexiones (cabe aclarar: frente al Paraná, inundado por la nostalgia de la tierra que se deja y que se presiente ausente durante un largo tiempo), el narrador y su amigo madrileño emprenden el viaje hacia “el fin del mundo” con un auto en absoluto preparado y sólo $2000 de fondo común, ya que –consideran- “con una camioneta 4x4, mucho dinero y tiempo de sobra, cualquiera puede recorrer
No es mi intención en este momento analizar la novela de Giardinelli ni mucho menos. Sólo sirva esto como ejemplo de cómo la lectura de un texto trajo a mi memoria este viejo debate entre poetas y críticos acerca de qué es, en definitiva, “la” Patagonia; qué se entiende por literatura patagónica (a contraluz del discurso que se mantuvo en los círculos literarios regionales durante un tiempo ya pretérito y sobre el cual, como corresponde, despotricamos hoy), y qué marcas debería tener un relato o un autor para ser incluido en esta categoría.
Este “discurso pretérito” es el que probablemente circule todavía en el imaginario de muchos argentinos alejados de esta región. Miro de reojo la tapa de la novela y aparece, graficado, este manojo de lugares comunes que intentan definir a un territorio desde lo geográfico y lo social: una fotografía cuyo magnífico fondo muestra al Chaltén contra un cielo límpido de celestes y azules perfectos; hacia las faldas del cerro, el desierto árido; una ruta sin asfaltar que tiene su origen en algún punto remoto imposible de ver en la fotografía (no hay curvas, no hay puentes, no hay animales ni humanos: la planicie en su estado puro) y, sobre ella, dejando atrás una nube predecible de humo terroso, un auto pequeño, rojo, imposible de disimular en esa vastedad de azules, grises y unos pocos tonos de verde oscuro. Muchas piedras, también, y entonces uno recuerda los propios viajes por estos páramos, y hasta parece escuchar (ya en el colmo de la estereotipación) el ruido de las piedras chocando contra el metal del vehículo. Una Patagonia desierta, sin gente que forme grupos de gentes, que visite a otras gentes o que cuestione conflictos propios de los grupos de gentes: sólo la mirada testigo del foráneo que se deslumbra ante tanta naturaleza virgen. Pigafetta, Darwin, los salesianos: ninguna de estas miradas distaron mucho entre sí.
En ese discurso esclerosado acerca de
Pero por otro lado existen también, aunque no cuenten con la misma difusión que los anteriores, textos producidos en esta región que se escapan de este molde prolijo. Experimentaciones con el lenguaje, construcción de nuevos sentidos, discusiones con los discursos hegemónicos heredados: todo ello confluye en la escritura de autores que pugnan por encontrar la identidad artística de sus textos antes que la geográfica. Enunciación y posicionamiento ante conflictos sociales, arreferencialidad de los espacios “símbolo” de la región, introspección en el individuo que busca su propio lugar antes que incorporarse a un grupo, borramiento de las coordenadas espaciotemporales en pos de universalizar los sentimientos y las ideologías: son las cuestiones fundantes de los nuevos textos de poetas patagónicos que transitan sin que las fronteras sean límites precisos; antes bien, son lugares de intercambio de la tradición, de las estéticas y de las historias. Puro sentimiento humano que trasciende estereotipos y masificaciones en escalas, incluso la de la nacionalidad. ¿Apátridas? No. Muy por el contrario, ciudadanos ilustres de la patria poética que poco sabe de geografías.
Más allá de la cuestión de la “calidad literaria” (tema áspero que seguramente discutiremos en otra oportunidad), me parece importante resaltar en estos dos grupos de textos la adhesión o el rechazo que generan tanto en lectores como en escritores. ¿Cuáles son más o menos “merecedores” de la etiqueta “Patagónicos”? Categorizarlos de esta manera, ¿es un triunfo para el escritor, es una mácula, es una afrenta o un reconocimiento? ¿Cuáles de estos (por lo menos dos) grupos cuenta con más lectores? ¿Cuáles son reconocidos por los entes oficiales (escuelas, bibliotecas o ministerios)? ¿Quiénes determinan si, en efecto, son representativamente patagónicos? ¿Cuántos discursos acerca de “lo” patagónico conviven actualmente en la región?
Quizás un primer paso para avanzar en esta discusión (que considero necesaria y enriquecedora desde todo punto de vista) sea despojarnos del supuesto de que juntos, escritores y lectores críticos, podremos resolverla. En charlas y reuniones con poetas locales me percaté de que poco y nada les interesa ahondar en estos temas; discutir sobre qué es la literatura patagónica no les es funcional a la hora de producir. Sin embargo, aquéllos a quienes nos interesa delimitar campos y analizar corpus textuales y discursivos, nos es imperativo buscar algún tipo de definición al respecto. Pero someter a los escritores a estos debates parece, en principio, poco productivo para ambos grupos. Las urgencias de los poetas están depositadas en otras expectativas de cambios y dilucidaciones, tienen otro ritmo, otros horizontes. Para la crítica, en cambio, todos estos interrogantes son fundamentales, y ello probablemente se deba a que la pulsión del origen la reclama. Más que “fundamentales”, entonces, estas preguntas son fundantes en una crítica nueva que busca su lugar en los campos de discusión activa del saber.
Y aún más allá de estas cuestiones que hacen a la dinámica de escritura literaria y lectura especializada, más allá de los debates académicos y de las charlas “en los márgenes”, están los lectores que buscan identificarse con el discurso de uno u otro grupo. Lectores que buscan leer, simplemente, y a los que tampoco les interesa sobremanera si estas cuestiones se zanjean o si llegan a buen fin. Es por ello que paralelo a los análisis que podamos efectuar, es necesario promover las lecturas y por ello mismo también las escrituras que respondan a distintas estéticas, arraigadas a o discutidoras con la tradición.
Me refiero a que “nuestras” lecturas deberían tener especial interés en promover otras aún más críticas y acertadas, lecturas que hoy están en germen y que buscan referencias para seguir creciendo y ahondando en los sentidos que entregan las producciones literarias. En un estado ideal de cosas, lo esperable sería que haya producción para satisfacer tanto a aquéllos que buscan identificarse con constructos semánticos de discursos ya establecidos como a los que buscan algo diferente, renovado, en diálogo constante con otras identidades literarias. Para poder elegir a conciencia, es necesario conocer las posibilidades. Automatizar las selecciones, mecanismo para el cual el estado ha elaborado dispositivos que han funcionado durante años –basados sobre todo en la omisión de “los otros”, los conflictivos, los que reniegan del viento y de las bondades de la tierra-, es un error que debemos desterrar por nosotros y por los que vienen. No toda la literatura patagónica es igual ni todos los textos dicen lo mismo, lo sabemos. Pero ¿lo saben todos? Pues, deberían. Lecturas y escrituras amplias y despojadas de conceptos crípticos sobre la literatura y la región es lo que se necesita, sin dudas. Multiplicidad de voces, primero, para definir en qué consiste la literatura de, en y sobre
[1] Giardinelli, Mempo; Final de novela en Patagonia; Ed. Byblos; Barcelona, 2006. Novela distinguida en el año 2000 con el premio “Grandes Viajeros” de dicha editorial